miércoles, 16 de marzo de 2011

El hueso de la suerte

Si he de serles sincero, en cuanto ví esta noticia pensé que ya tenía candidata para Mirando al Pasado. Pero creo que es tan sugerente y puede tener tantas implicaciones, que merece la pena darle un poco más de espacio.
La historia comenzó de la manera más discreta, con el hallazgo de un pequeño huesecito en un yacimiento de fósiles de una cueva perdida de Siberia. Un trocito de un dedo, que investigadores rusos recogieron en la campaña de investigación del verano del 2008, y que por considerarlo uno más de los restos de neandertales que estaban desenterrando, fue almacenado.
Hasta ahora, momento en que se estudia y la historia deja de ser discreta, porque es posible que ese resto pertenezca a una nueva especie de homínido.
Un nuevo humano, nada menos.
Cuando el equipo del Instituto Max Planck de Antropología Evolutiva de Leipzig analizó las muestras, la sorpresa fue mayúscula. Los investigadores, dirigidos por Svante Pääbo, estaban estudiando el ADN mitocondrial contenido en las células del interior del hueso, la zona más protegida. El estudio de este tipo de ADN es común en paleoantropología, por varias razones. La primera es que hay un alto número de copias disponibles en cada célula del organismo. Eso es utilísimo en restos tan degradados como los fósiles, pues podemos utilizar los trocitos intactos que vayamos encontrando en la muestra para recomponer el genoma completo de las mitocondrias. Como sacar las páginas útiles de ejemplares rotos de un libro, hasta poder armar un libro intacto con ellas. Además, las mitocondrias tienen otra característica interesante: sólo se transmiten por vía materna, todas las que contenemos provienen sólo de las que estaban presentes en el óvulo de nuestras madres. Eso hace que en su ADN no haya recombinación ni mezcla de ningún tipo. Si aparecen cambios, serán debidos sólo a mutaciones.
Y ahí está el quid. Porque podemos comparar el ADN mitocondrial de especies emparentadas y, contando el número de mutaciones que los diferencian, calcular el tiempo en el que ambas especies se separaron y emprendieron caminos independientes.
Así pues, cuando analizaron el ADN del huesecillo recogido en la cueva, lo primero que vieron es que no coincidía con el de los Neandertales a los que pensaban que pertenecía. Ni tampoco con muestras humanas. Se trataba de un ejemplar mucho más antiguo, y diferente. Comparando unos sectores determinados del ADN, los científicos promediaron unas 202 mutaciones entre las muestras de neandertal y humano moderno. Pues bien, con esta nueva muestra, teníamos 385 mutaciones. Así que si los neandertales y nosotros nos separamos hace unos 600.000 años, esta nueva especie se alejó de nosotros hace un millón de años aproximadamente, y continuó evolucionando mientras nuestros ancestros y luego nosotros hacíamos lo propio.
Lo más sugerente es que si los restos están bien datados –entre treinta y cuarenta mil años-, y todo esto es cierto y no producto de algún error o contaminación durante el proceso, podríamos haber coincidido en el planeta cinco humanidades distintas a la vez: nosotros; los neandertales; el Homo erectus (que sobrevivió en Java hasta hace cincuenta o cien mil años); el recientemente descubierto Homo floresiensis; y ahora esta nueva especie en Siberia.
Y entonces pienso en el Yeti; en los Almas; en el Orang Pendek; en el Yowie; o el Bigfoot; o el Mapinguray, o en otros tantos humanoides de cuyos avistamientos se acumulan los testimonios, y fantaseo con la posibilidad de que sean algo más que leyendas, y que tuvieran que ver, al menos algunos de ellos, con la supervivencia de grupos relictos de estas humanidades que fueron menguando a medida que nosotros progresábamos, y que aún pervivieran en zonas remotas en las que nuestra presencia es escasa. 

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